Años después de haber encabezado un genocidio del que casi escapó impune, Videla tuvo que enfrentar el mal trago de ser encarcelado por sus crímenes. Videla fue el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas en 1976, una ensalada de psicópatas que germinaron en el desprecio militar hacia la sociedad civil, esa sociedad “enloquecida” a la que los uniformados “encarrilaban” con cierta regularidad.
De este caldo de cultivo surgieron Bussis, Masseras, Menéndez y otras criaturas, los perros locos de la dictadura. Videla tenía otro estilo. El era un santulón capaz de coordinar un programa de asesinatos y creer al mismo tiempo que esto lo congraciaba con su dios, paradójicamente el dios del “no matarás”.
Cuando llegó el escarnio, Videla recreó para sí mismo una tragedia mítica en la cual él era un héroe-mártir condenado por aquellos a quienes había salvado. Fiel a su patología, Videla se creyó un Cristo con uniforme militar que era arrastrado en un vía crucis de juzgados. Padeció bajo el poder de Néstor Pilatos, fue crucificado, condenado y olvidado. Descendió a los infiernos carcelarios con la esperanza de resucitar de entre los presos, de que el país saliera de su engaño y así subir al cielo de los próceres argentinos para sentarse a la diestra de San Martín.Sin embargo, los años pasaban y las multitudes que lo llevarían en andas no aparecían. A medida que se hacía un experto en texturas de paredes, Videla comenzó a sospechar que nadie vendría a descrucificarlo y se pudriría lentamente en ese calabozo. Ya ni siquiera los columnistas del diario La Nación se animaban a justificarlo. Aquel cándido sueño de reivindicación comenzó a apagarse sumergiendo al general en una profunda amargura, la realidad. En ese estado del alma –como decía Bussi cuando brindaba con Mariano Grondona– alguien le acercó un micrófono.
Surgieron así unas tardías declaraciones que revelaban que Videla no estaba feliz en prisión y sus primeras confesiones. El héroe malogrado recitó una vez más aquel cuento de militares bonachones y bien intencionados que terminaron atrapados en una situación indeseada, inocentes hombres de armas que se vieron forzados a rescatar la república. Unas Fuerzas Armadas que se parecían muy poco a ese partido militar que durante más de cincuenta años asoló a la sociedad argentina con bombardeos, proscripciones, fusilamientos, robos y torturas. Fuerzas Armadas que eran el vehículo favorito de los conservadores para llegar al poder y el brazo armado de la Iglesia. Partido militar que regulaba la moral de los argentinos estableciendo el largo permitido para el pelo en los varones y las minifaldas de las mujeres.
Indignado, Videla afirmó que “la República está desaparecida”, “no tiene Justicia”. Lo afirmó después de haber tenido un juicio público, ajustado perfectamente a las normas del derecho y cumpliendo condena en una cárcel limpia, con asistencia médica, donde sus familiares pudieron visitarlo y llevarle sus caramelos favoritos. No recibió descargas eléctricas en sus testículos, no le arrancaron los dientes, no recibió una dosis de pentotal antes de ser arrojado vivo desde un avión, sus hijos no fueron apropiados, no le robaron sus bienes, no murió retorciéndose de dolor sobre una mesa de tortura.
A pesar de su prolongado encierro, no llegó a notar las sustanciales mejoras en materia jurídica que le ofrecía esta imperfecta democracia, sobre todo en comparación con el régimen que él administraba. No tuvo la sutileza necesaria para observar que, desde su lugar de detención, podía hacer declaraciones contra el Gobierno, la Justicia y el país en su conjunto con la total tranquilidad de que el Estado garantizaría su seguridad y su libertad de expresión. Pero nuevas generaciones de argentinos lo notaron, y crecieron en un país donde estos derechos están garantizados.
La entrevista permitió también que los jóvenes conociesen otro aspecto fundamental de su persona y del perfil de los militares de la dictadura: la cobardía. A pesar de las decenas de miles de asesinatos y a pesar de balbucear en el final algunos datos del horror, Videla no pudo asumir y articular quién era él. Videla fue el comandante de un ejército de criminales y fue tan perverso como quienes fusilaban o reventaban detenidos. Como sus camaradas, él fue también un cobarde, el general de los eufemismos, incapaz de asumir sus actos. Incapaz de decir la verdad.
Esta nueva Argentina, tan distinta del proyecto de la barbarie militar, esta república despreciada por Videla, es un ejemplo de esfuerzo en la búsqueda de justicia, un motivo de orgullo. Un Estado que le garantizó un juicio justo y una condena donde se respetaron todos sus derechos. Una Argentina que entregara el cuerpo de Videla a sus familiares para que éstos le den el destino que deseen. Como manda la ley.
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